(texto
extraido del libro "La capataza" de Atahualpa Yupanqui)
LA
GUITARRA es un misterio que sólo se desvela cuando el hombre canta o
reza junto a ella los salmos de la tierra y de la vida.
La
guitarra no miente jamás. Si el hombre se acerca a ella
confesándose, el instrumento registra la verdad del pensamiento, lo
exacto de la intención, la dimensión cabal de un sentimiento.
El
dominio técnico de la guitarra es muy necesario, pero sólo a los
efectos de conocerla en toda la gama de sus recursos.
Jamás
para aprovecharse de ella, porque entonces la guitarra se envolverá
en las capas de su propio misterio, pudorosamente, y mostrará sólo
lo externo, su caja, su brillantez sonora, su volumen, escondiendo en
las honduras de su abismo la otra condición: la palabra alta que
consuela y aconseja, las voces curadoras que el afligido corazón
reclama, el camino del salmo.
La
guitarra es fiel a la tierra, leal a su comarca. Adquiere el color de
la planta, el aroma de la flor, el tono del ocaso, el silencio de las
tierras secas, la gracia del prado generoso en gramíneas; traduce la
alta noche serena, y sabe filtrar ausencias con una controlada
melancolía.
En
la montaña, la guitarra se despoja de lujos. Se aprieta en los
miedos de su propio misterio. Los valles son las cunas de sus coplas.
La
guitarra sabe que la baguala no precisa aparcero, y la deja irse,
sola, rebelada, con una lágrima en la punta de su grito. Cuando la
baguala, cansada de vagar por el silencio, busca la tierra para
esconder su fatiga -su vieja fatiga-, la guitarra le arrima su brocal
de magias. Y como un viento domado la copla se acerca y bebe agua de
sueño y de paz.
En
la alta tierra, donde el viento norte restalla como un látigo, la
guitarra se siente morir. Baja entonces a los puestos de ovejería,
donde las quenas reinan. Baja la guitarra a los caseríos apretados
junto al ancho camino calchaquí. Allí espera al hombre de las
soledades, al runa de grueso poncho, al resero callado y heroico, a
la pastora gris del altiplano. Y allí los congrega para bendecirlos
con todo su misterio derramado.
La
guitarra sabe que la pampa es infinita. Por eso prepara todos los
rollos del lazo en armada grande para pialar tranquila los treinta
versos de un estilo gaucho. Entabla así su tropa, la ordena. Usa de
madrina un cencerro de cifra, y se lanza al camino, por una huella
qué traspone todos los horizontes.
En
esa misma huella larga, la guitarra ha juntado los ecos de todos los
galopes, las historias de atropelladas y encontrones, las retiradas
envueltas en nieblas de derrota, los amagos, los despojos, los
rencores de los victoriosos, el cambio de los tiempos.
La
guitarra vio al indio mordiendo la lonja de su rebenque para ahogar
su alarido de impotencia. Los toldos, como el perdón y la bondad,
cada vez más lejos, hasta perderse en los contrafuertes de la
cordillera.
Y
llegó un día en que la tierra comenzó a pintar sus veranos de un
fuerte color rubio. Eran los trigales que avanzaban sobre la pampa,
borrando el rastro de las tolderías, abatiendo taperas cerca de los
arroyos.
La
guitarra fue el testigo sensible de todas las acciones, de todas las
fiestas, de todos los olvidos.
Fiel
a la comarca, la guitarra quiso salvar lo puro. Y emponchó en su
misterio un puñado de pericones y vidalitas.
Juntó
pedazos de madrugadas en las que temblaban una trova de amor, un
estilo de ausencia, una voz de coraje, el brillo de una espuela, la
sombra de un galope.
En
las ciudades, en los pueblos, en los escenarios, los hombres tocan la
guitarra para el amor, para la gracia, para la danza, para el
espectáculo también. Pero allá, pampa adentro, la guitarra es como
la memoria sensible de la tierra. No sabe de apariencias.
Allá,
en medio de los campos, ninguna mano ha de mentirle amor, porque la
guitarra ha de quemarle los dedos con la fuerza de su vieja verdad
acrisolada.
El
hombre podrá engañar a los hombres, usando a la guitarra con un
pretexto artístico, como un elemento para la alta profesión del
desvelo. Pero jamás podrá engañar a la guitarra, porque ésta se
replegará en sí misma, dejando que el mentido misionero evidencie
sólo su propia incapacidad, su ambición, sumezquino propósito.
Goethe dijo: "El éxito hasta se puede mendigar. Sólo la gloria
se conquista".
La
guitarra transitó los caminos de Cuyo. Venía de lejos, olorosa de
sal marina y gastados alquitranes. Traía en su cofre una nacencia
milagrosa: el primer mestizo musical, cruza de seguidilla y yaraví.
Traía un raro mensaje de glosas, con aleluyas y villancicos. Traía
nanas medievales de Flandes, Aragón y Castilla. Traía rescoldo de
fuegos andaluces, altas voces vascuences.
Los
hombres barbados, los que trajinaron el fatigoso camino del indio
desde Cuzco hasta Copiapó a través del gran Cañón de Humahuaca,
lloraron y rezaron en sus tiples canarios, en sus guitarricos, en sus
vihuelas.
Asombrado,
el nativo fue aprendiendo los secretos de todas las lamentaciones
cantadas con amor y con nostalgia.
Les
incorporó una voz, un árbol, un nombre, una comarcanidad. Las hizo
suyas. Las recreó. Los vientos de universalidad de la literatura del
Siglo de Oro les infundieron una fuerza colosal.
Y
creció la tonada cuyana, hermana de la tonada chilena, hermana de la
trova limeña, parienta de los "tristes" de Tucumán y La
Rioja, parienta del "estilo" de la pampa. La soledad de los
campos, las distancias, los caminos siempre hostiles, imprimieron su
sello de austeridad, prudencia y fatalismo en las melodías, en el
sentir de los hombres. Para contener todas las saudades, la guitarra
fue creciendo en forma, en misterio, en soledades.
Y
Cuyo se pobló de tonadas y cantares. En cada casa, una guitarra. En
cada choza una trova de amor, un verso galano.
Cada
investigador del cancionero cuyano comenta, depura, selecciona,
publica. Y a todos, fatalmente, se les escapan cientos de temas que
la guitarra guarda, y que quizá nunca podrán ser clasificados.
Porque no alcanza una vida para estos trabajos. Porque en el terreno
de la compilación de documentos folklóricos nadie podrá nunca
gozar de "su" cosecha. Porque la labor científica,
metódica, supera las limitaciones del "yo".
La
guitarra, que no sabe de estas especulaciones, pule su misterio y
triunfa siempre, por encima de los calendarios, más allá de las
labores rentadas de los hombres. La guitarra esconde su salmo para
que no lo profanen las manos torpes y los mezquinos propósitos. Se
da entera cuando el hombre-paisaje, el paisano, el rústico cuidador
de viñedos, el peón de aguas, el resero andino, buscan para su paz
la compañía del
madero
estremecido, del cofre sabedor.
Recién
entonces la guitarra desata todos sus silencios en los que se enancan
sentires de tierra y tiempo.
La
guitarra, sedienta, aventurera y golosa de extrañas frutas, se
acercó a los anchos ríos y se dio a navegar, aguas arriba. Miró
asombrada un laberinto de islas, diminutos continentes apretados. Y
siguió boyando lejos, a veces dolorosamente, hasta llegar a un reino
donde las arpas florecían delicadezas de extinguidas arcadas
conventuales, ganando
luego
el monte para traducir en guaraní los salmos de una raza de poetas y
guerreros.
La
guitarra, siempre sabia, siempre prudente, amaneció sobre una tierra
bermeja. Cada recodo, cada rama florida le fueron enseñando un tono,
un color, un acento del hombre o del paisaje.
Se
hizo amiga de la media-calabaza en la que los indios adiestraban su
instinto rítmico. Y respetando prioridades, caminó detrás del
arpa. El hijo del Guaran, como un animalillo tenso y tierno, duro
soñador de la selva, se acercó a olfatear la guitarra. Un tiempo
estuvo observando su brocal
de
embrujos. Y poco a poco, entendió la amistad. Y supo que la guitarra
no buscaba las grandes compañías, sino que se entregaba en soledad,
como una niña frente al primer amor, florecida en pasión y ternura.
Y el indio le puso un bello nombre: "Mbaracá".Y
apretándola contra su pecho, le contó sus cuitas.
Arpa
y guitarra, religión de saudades, se hermanaron en la selva guaraní.
Y andan, desde toda la vida, junto a los anchos ríos, donde el
mburucuyá se enjoya de lunas para ayudar el viaje de la música.
Sí.
La guitarra es un misterio nunca develado.
Cuando
el hombre se despoja de los falsos adornos, de las mentidas joyas de
la ambición, la vanidad o la pedantería; cuando el hombre se viste
con sus propias verdades, pequeñas o grandes, la guitarra le dice:
"¡Ven!" Y allí, en manos puras, junto a un fuerte corazón
liberado, saca sus voces innumerables.
Hombres
y guitarra inician el ritual. Y el salmo está en ellos, como una
estrella brillando eternidades.
(Libro
"La capataza" de Atahualpa Yupanqui. Ediciones Cinco, 1992.
Argentina ISBN: 950-9693-28-6 )
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